Libro II. Euterpe.
Heródoto | |
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Busto de Heródoto | |
Nombre | Heródoto de Halicarnaso (Ἡρόδοτος Ἁλικαρνᾱσσεύς) |
Nacimiento | c. 484 a. C. Halicarnaso, Caria, Anatolia |
Defunción | c. 425 a. C. Turios, Calabria o Pella, Macedonia |
Ocupación | Historiador, geógrafo |
Obras notables | Historias |
Nota: He tomado solo la parte sobre EGIPTO.
CXXI. A Protéo, según los sacerdotes, sucedió Rampsinito, quien dejó como monumentos de su reinado los propileos que se ven en el templo de Vulcano a la parte de Poniente, y dos estatuas delante de ellos erigidas, de 25 codos de altura, de las cuales la que mira al Mediodía la llaman los egipcios el Invierno, y la que mira al Norte el Verano, adorando y venerando a ésta con mucho respecto, al contrario de lo que hacen con la primera. Cuéntase de este rey un caso singular. Poseyendo tantos tesoros en plata, cuales ninguno de los reyes que le sucedieron llegó a reunirlos, no digo mayores, pero ni aun iguales, y queriendo poner en seguro tanta riqueza, mandó fabricar de piedra un erario, de cuyas paredes exteriores una daba afuera de palacio. En esta el artífice de la fábrica, con dañada intención, dispuso una oculta trampa, colocando una de las piedras en tal disposición, que quedase fácilmente levadiza con la fuerza de dos hombres o con la de uno solo. Acabada la fábrica, atesoró en ella el rey sus inmensas riquezas. Corriendo el tiempo, y viéndose ya el arquitecto al fin de sus días, llamó a sus hijos, que eran dos, y les declaró que, deseoso de su felicidad, tenía concertadas de antemano sus medidas para que les sobrara el dinero y pudieran vivir en grande opulencia, pues, con esta mira había preparado un artificio en la casa del tesoro que para el rey edificó: dioles en seguida razón puntual del modo como se podría remover la piedra levadiza, con la medida de la misma, añadiendo que si se aprovechaban del aviso serían ellos los tesoreros del erario y los dueños de las riquezas del rey. Muerto el arquitecto, no vieron sus hijos la hora de empezar: venida la noche, van a palacio, hallan en el edificio aquella piedra filosofal, la retiran de su lugar como con un juego de manos, y entrando en el erario, vuelven a su casa bien provistos de dinero. Quiso la negra suerte que por entonces al rey le viniese el deseo de visitar su erario, abierto el cual, al ver sus arcas menguadas, quedó pasmado y confuso sin saber contra quién volver sus sospechas, pues al entrar, había hallado enteros los sellos en la puerta y ésta bien cerrada. Segunda y tercera vez tornó a abrir y registrar su erario, y otras tantas veces fue echando menos su dinero; pues a fe no eran los ladrones tan desinteresados que supieran irse a la mano en repetir sus tientos al tesoro. Entonces el rey urdió, dicen, una trampa, mandando hacer unos lazos y armárselos allí mismo junto a las arcas donde estaba el dinero. Vuelven a la presa los ladrones como las moscas a la miel, y apenas entra uno y se acerca a las arcas, cuando queda cogido en la trampa. No bien se sintió caído en el lazo, conociendo el trance en que se había metido, llama luego a su hermano, dícele su estado, y pídele que entre al momento y que de un golpe le corte la cabeza; no sea, añadía, que pierdas la tuya si quedando aquí la mía, soy por ella descubierto y conocido. Al otro parecióle bien el aviso; y así entró e hizo puntualmente lo que se le decía, y vuelta la piedra movediza a su lugar, fuese a casa con la cabeza de su hermano. Apenas amanece entra de nuevo el rey en su erario, ve en su lazo al ladrón con la cabeza cortada, el edificio entero y en todo él rastro ninguno de entrada ni de salida, y quédase mucho más confuso y como fuera de sí. Para salir de suspensión, añaden que tomó el expediente de mandar colgar del muro el cuerpo decapitado del ladrón, y poner centinelas con orden de prender y presentarle cualquier persona que vieran llorar o mostrar compasión a vista del cadáver. En tanto que éste pendía, la madre del ladrón, que moría de pena y dolor, hablando al hijo que le quedaba, le mandó que procurase por todos medios hallar modo como descolgar el cuerpo de su hermano y llevárselo a su casa; y que cuidara bien del éxito, y entendiera que en otro caso ella misma se presentaría al rey y sabría revelarle que él era y no otro el que metía mano en sus tesoros. El hijo, en vista de las importunaciones de su madre, quien no le dejara respirar con sus instancias ni se persuadía de las razones que aquél alegaba, arbitró, según dicen, un medio ingenioso: busca luego y adereza unos juramentos, llena de vino sus odres, y cargando con ellos la recua, sale tras de ella de su casa. Al llegar cerca de los que guardaban el cadáver colgado, él mismo quita las ataduras de dos o tres pezoncillos que tenían los odres, y al punto empieza el vino a correr y él a levantar las manos, a golpearse la frente, a gritar como desesperado y aturdido sin saber a qué pellejo acudir primero. A la vista de tanto vino, los guardas del muerto corren luego al camino armados con sus vasijas, aplicándose a porfía a recoger el caldo que se iba derramando, y no queriendo perder el buen lance que les ofrecía la suerte. Al principio fingióse irritado el arriero, llenando de improperios a los guardas; pero poco a poco pareció calmarse con sus razones y volver en sí de su cólera y enojo, terminando, en fin, por sacar los jumentos del camino y ponerse a componer y ajustar sus pellejos. En esto íbase alargando entre ellos la plática; y uno de los guardas, no sé con qué donaire, hizo que el arriero riera de tan buena gana que recibió por regalo uno de sus pellejos. Al verse ellos con un odre delante, tendidos a la redonda, piensan luego en darse un buen rato, y convidan a su bienhechor para que se quede con ellos y les haga compañía. No se hizo mucho de rogar el arriero, el cual, habiéndose llevado los brindis y los aplausos de todos en la borrachera, dióles poco después con generosidad un segundo pellejo. Con esto, los guardas, empinando a discreción, convertidos en toneles y vencidos luego del sueño, quedaron tendidas a la larga donde la borrachera les cogió. Bien entrada ya la noche, no contento el ladrón con descolgar el cuerpo de su hermano, púsose muy despacio a rasurar por mofa y escarnio a los guardas, rapándoles la mejilla derecha, y cargando después el cadáver en uno de sus jumentos, y cumplidas las órdenes de su madre, se retiró. Muchos fueron los extremos de sentimiento que el rey hizo al dársele parte do que había sido robado el cadáver del ladrón; pero empeñado más que nunca en averiguar quién hubiese sido el que así se burlaba de él, tomó a lo que cuentan una resolución que en verdad no se me hace creíble, cual es la de mandar a una hija suya que se prostituyera en el lupanar público, presta a cuantos la brindasen, pero que antes obligara a cada galán a darle parte de la mayor astucia y del atentado, mayor que en sus días hubiese cometido; con orden de que si alguno le refiriese el del ladrón decapitado y descolgado, lo detuvieran al instante sin dejarla escapar ni salir afuera. Empezó la hija a poner por obra el mandato de su padre, y entendiendo el ladrón el misterio y la mira con que todo se hacía, y queriendo dar una nueva muestra de cuánto excedía al rey en astuto y taimado, imaginé una traza bien singular, pues cortando el brazo entero a un hombre recién muerto, fuese con él bien cubierto bajo sus vestidos, y de este modo entró a visitar a la princesa cortesana, hácelo ésta la misma pregunta que solía a los denlas, y él contesta abiertamente la verdad: que la más atroz de sus maldades había sido la de cortar la cabeza a su mismo hermano, cogido en el lazo real dentro del erario, y el más astuto de los ardides haber embriagado a los guardias con el vino, logrando así descolgar el cadáver de su hermano. Al oír esto, agarra luego la princesa al ladrón; mas éste, aprovechándose de la oscuridad, le alargaba el brazo amputado que traía oculto, el cual ella aprieta fuertemente creyendo tener cogido al ladrón por la mano, mientras éste, dejando el brazo muerto sale por la puerta volando. Informado del caso y de la nunca vista sagacidad y audacia de aquel hombre, queda de nuevo el rey confuso y pasmado. Finalmente, envía un bando a todas las ciudades de sus dominios mandando que en ellas se publicase, por el cual no sólo perdonaba al ladrón ofreciéndole impunidad, sino que le prometía grandes premios, con tal que se le presentara y descubriese. Con este salvo conducto, llevado de la esperanza del galardón, presentóse el ladrón al rey Rampsinito, quien dice quedó tan maravillado y aun prendado de su astucia, que como al hombre más despierto y entendido del universo le dio su misma hija por esposa, viendo que entre los egipcios, los más ladinos de los hombres, era el más astuto de todos.
CXXII. —Referían todavía de este mismo rey que, habiendo bajado vivo al lugar donde creen los griegos que vivo Plutón, rey del infierno, jugó a los dados con la diosa Céres, ganándole unas manos y perdiendo otras, y volvió a salir de allí con una servilleta de oro que la diosa le regaló. De aquí procede, según decían, que los egipcios solemnicen como festivo todo el tiempo que trascurrió desde la bajada hasta la subida de Rampsinito. No ignoro que aun al presente celebran una fiesta semejante; mas no puedo afirmar si por este o por otro motivo la celebraban. En ella los sacerdotes visten a uno de los suyos con un vestido tejido aquel mismo día por sus manos mismas, véndanle y cúbrenle los ojos con una mitra, y después de colocarlo así en el camino que van al templo de Céres, déjanle solo y se vuelven atrás. Cuentan después que aparecen allí dos lobos que, saliendo a recibir al de los ojos vendados, le conducen al templo de Céres, distante 20 estadios de la ciudad, y le restituyen luego al puesto en que antes le hallaron.
CXXIII. Si alguno hubiere a quien se hagan creíbles esas fábulas egipcias, sea enhorabuena, pues no salgo fiador de lo que cuento, y sólo me propongo por lo general escribir lo que otros me referían. Vuelvo a los egipcios, quienes creen que Céres y Dioniso son los árbitros y dueños del infierno; y ellos asimismo dijeron los primeros que era inmortal el alma de los hombres, la cual, al morir el cuerpo humano, va entrando y pasando de uno en otro cuerpo de animal que entonces vaya formándose, hasta que recorrida la serie de toda especie de vivientes terrestres, marinos y volátiles, que recorre en un período de 3.000 años, torna a entrar por fin en un cuerpo humano que esté ya para nacer. Y es singular que no falten ciertos griegos, cuál más pronto, cuál más tarde, que adoptando esta invención se la hayan apropiado, cual si fueran ellos los autores de tal sistema, y aunque sé quiénes son, quiero hacerles el honor de no nombrarlos.
CXXIV. Hasta el reinado de Rampsinito, según los sacerdotes, vióse florecer en Egipto la justicia, permaneciendo las leyes en su vigor y viviendo la nación en el seno de la abundancia y prosperidad; pero Quéope, que le sucedió en el trono, echó a perder un estado tan floreciente. Primeramente, cerrando los templos, prohibió a los egipcios sus acostumbrados sacrificios; ordenó después que todos trabajasen por cuenta del público, llevando unos hasta el Nilo la piedra cortada en el monte de Arabia, y encargándose otros de pasarla en sus barcas por el río y de traspasarla al otro monte que llaman de Libia. En esta fatiga ocupaba de continuo hasta 3.000 hombres, a los cuales de tres en tres meses iba relevando, y solo en construir el camino para conducir dicha piedra de sillería, hizo penar y afanar a su pueblo durante diez años enteros; lo que no debe extrañarse, pues este camino, si no me engaño, es obra poco o nada inferior a la pirámide misma que preparaba de cinco estadios de largo, diez orgias de ancho y ocho de alto en su mayor elevación, y construido de piedra, no sólo labrada, sino esculpida además con figuras de varios animales. Y en los diez años de fatiga empleados en la construcción del camino, no se incluye el tiempo invertido en preparar el terreno del collado donde las pirámides debían levantarse, y en fabricar un edificio subterráneo que sirviese para sepulcro real, situado en una isla formada por una acequia que del Nilo se deriva. En cuanto a la pirámide, se gastaron en su construcción 20 años: es una fábrica cuadrada de ocho pletros de largo en cada uno de sus lados, y otros tantos de altura, de piedra labrada y ajustada perfectamente, y construida de piezas tan grandes, que ninguna baja de 30 pies.
CXXV. La pirámide fue edificándose de modo que en ella quedasen unas gradas o poyos que algunos llaman escalas y otros altares. Hecha así desde el principio la parte inferior, iban levantándose y subiendo las piedras, ya labradas, con cierta máquina formada de maderos cortos que, alzándolas desde el suelo, las ponía en el primer orden de gradas, desde el cual con otra máquina que en él tenían prevenida las subían al segundo orden, donde las cargaban sobre otra máquina semejante, prosiguiendo así en subirlas, pues parece que cuantos eran los órdenes de gradas, tantas eran en número las máquinas, o quizá no siendo más que una fácilmente transportable, la irían mudando de grada en grada, cada vez que la descargasen de la piedra; que bueno es dar de todo diversas explicaciones. Así es que la fachada empezó a pulirse por arriba, bajando después consecutivamente, de modo que la parte inferior, que estribaba en el mismo suelo, fue la postrera en recibir la última mano. En la pirámide está notado con letras egipcias cuánto se gastó en rábanos, en cebollas y en ajos para el consumo de peones y oficiales; y me acuerdo muy bien que al leérmelo el intérprete me dijo que la cuenta ascendía a 4.600 talentos de plata. Y si esto es así, ¿a cuánto diremos que subiría el gasto de herramientas para trabajar, y de víveres y vestidos para los obreros, y más teniendo en cuenta, no sólo el tiempo mencionado que gastaron en la fábrica de tales obras, sino también aquel, y a mi entender debió ser muy largo, que emplearían así en cortar la piedra como en abrir la excavación subterránea?
CXXVI. Viéndose ya falto de dinero, llegó Quéope a tal extremo de avaricia y bajeza, que en público lupanar prostituyó a una hija, con orden de exigir en recompensa de su torpe y vil entrega cierta suma que no me expresaron fijamente los sacerdotes. Aun más; cumplió la hija tan bien con lo que su padre tan mal le mandó, que a costa de su honor quiso dejar un monumento de su propia infamia, pidiendo a cada uno de sus amantes que le costeara una piedra para su edificio; y en efecto, decían que con las piedras regaladas se había construido una de las tres pirámides, la que está en el centro delante de la pirámide mayor, y que tiene pletro y medio en cada uno de sus lados.
CXXVII. Muerto Quéope después de un reinado de cincuenta años, según referían, dejó por sucesor de la corona a su hermano Quefren, semejante a él en su conducta y gobierno. Una de las cosas en que pretendió imitar al difunto, fue en querer levantar una pirámide, como en efecto la levantó, pero no tal que llegase en su magnitud a la de su hermano, de lo que yo mismo me cercioré habiéndolas medido entrambas. Carece aquella de edificios subterráneos, ni llega a ella el canal derivado del Nilo que alcanza a la de Quéope, y corriendo por un acueducto allí construido, forma y baña una isla, dentro de la cual dicen que yace este rey. Quefren fabricó la parte inferior de su columna de mármol etiópico vareteado, si bien la dejó cuarenta pies más baja que la pirámide mayor de su hermano, vecina a la cual quiso que la suya se erigiera, hallándose ambas en un mismo cerro, que tendrá unos cien pies de elevación. Quefren reinó cincuenta y seis años.
CXXVIII. Estos dos reinados completan los 106 años en que dicen los egipcios haber vivido en total miseria y opresión, sin que los templos por tanto tiempo cerrados se les abrieran una sola vez. Tanto es el odio que conservan todavía contra los dos reyes, que ni acordarse quieren de su nombre por lo general; de suerte que llaman a estas fábricas las pirámides del pastor Filitis, quien por aquellos tiempos apacentaba sus rebaños por los campos en que después se edificaron.
CXXIX. A Quefren refieren que sucedió en el trono un hijo de Quéope, por nombre Micerino, quien, desaprobando la conducta de su padre, mandó abrir los templos, y que el pueblo, en extremo trabajado, dejadas las obras públicas, se retirara a cuidar de las de su casa, y tomara descanso y refección en las fiestas y sacrificios. Entre todos los reyes, dicen que Micerino fue el que con mayor equidad sentenció las causas de sus vasallos, elogio por el cual es el monarca más celebrado de cuantos vio el Egipto. Llevó a tal punto la justicia, que no solo juzgaba los pleitos todos con entereza, sino que era tan cumplido, que a la parte que no se diera por satisfecha de su sentencia, solía contentarla con algo de su propia casa y hacienda; mas a pesar de su clemencia y bondad para con sus vasallos, y del estudio tan escrupuloso en cumplir con sus deberes, empezó a sentir los reveses de la fortuna en la temprana muerte de su hija, única prole que tenía. La pena y luto del padre en su doméstica desventura fue sin límites, y queriendo hacer a la princesa difunta honores extraordinarios, hizo fabricar en vez de urna sepulcral, una vaca de madera hueca y muy bien dorada en la cual dio sepultura a su querida hija.
CXXX. Está vaca, que no fue sepultada en la tierra, se dejaba ver aun en mis días patente en la ciudad de Sais, colocada en el palacio en un aposento muy adornado. Ante ella se quema todos los días y se ofrece todo género de perfumes, y todas las noches se le enciende su lámpara perenne. En otro aposento vecino están unas figuras que representan a las concubinas de Micerino, según decían los sacerdotes de la ciudad de Sais; no cabe duda que se ven en él ciertas estatuas colosales de madera, de cuerpo desnudo, que serán veinte a lo más; no diré quiénes sean, sino la tradición que corre acerca de ellas.
CXXXI. Sobre esta vaca y estos colosos hay, pues, quien cuenta que Micerino, prendado de su hija, logró cumplir, a despecho de ella, sus incestuosos deseos, y que habiendo dado fin a su vida la princesa colgada de un lazo, llena de dolor por la violencia paterna, fue por su mismo padre sepultada en aquella vaca. Viendo la madre que algunas doncellas de palacio eran las que habían entregado el honor de su hija a la pasión del padre, les mandó cortar las manos, y aun pagan ahora sus estatuas la misma pena que ellas vivas sufrieron. Los que así hablan, a mi entender, no hacen más que contarnos una fábula desatinada, así en la sustancia del hecho como en las circunstancias de las manos cortadas, pues solo el tiempo ha privado a los colosos de las suyas, que aun en mis días se veían caídas a los pies de las estatuas.
CXXXII. La vaca, a la cual volveremos, trae cubierto el cuerpo con un manto de púrpura, sacando la cabeza y cuello dorados con una gruesa capa de oro, y lleva en medio de sus astas un círculo de oro que imita al del sol. Su tamaño viene a ser como el mayor del animal que representa, y no está en pie, sino arrodillada. Todos los años la sacan fuera de su encierro, y en el tiempo en que los egipcios plañen y lamentan la aventura de un dios a quien con cuidado evitaré el nombrar, entonces es cabalmente cuando sale al público la vaca de Micerino. Y dan por razón de tal salida, que la hija al morir pidió a su padre que una vez al año le hiciera ver la luz del sol.
CXXXIII. Después de la desventura de su hija tuvo el rey otro disgusto, por haberle venido de la ciudad de Butona un oráculo en que se le decía no le restaban más que seis años de vida, y que al sétimo debía acabar su carrera. Lleno de amargura y sentimiento, Micerino envió sus quejas al oráculo, mandando se le manifestase lo importuno de su predicción, pues habiéndose concedido muy larga vida a su padre y a su tío, que cerraron los templos, y que despreciaron a los dioses como si no existieran, y que se complacieron en oprimir al linaje humano, intimábale a él, a pesar de su piedad y religión, que dentro de tan corto tiempo había de morir. Entonces, dicen, vínole del oráculo por respuesta que por la misma conducta que alegaba se le acortaban en tanto grado los plazos de la vida, por no haber hecho lo que debía, pues la opresión fatal del Egipto, que sus dos antecesores en el trono habían cumplido muy bien, y él no, estaba dispuesto que durase 150 años. Oído este oráculo, y conociendo Micerino que estaba ya dado el fallo contra su vida, mandó fabricar una multitud de candeleros, a fin de que su luz convirtiese la noche en día, y desde entonces empezó a entregarse sin reserva a todo género de diversión y regalo, comiendo y bebiendo sin parar día y noche, y no dejando ni lago, ni prado, bosque o vega al que no fuera donde quier supiese haber algún paraje ameno y delicioso, apto para su recreo y solaz. Todo lo cual discurrió y practicó con el intento de desmentir al oráculo, declarándole falso y engañoso con hacer que sus seis años fatales valieran por doce convertidas las noches en otros tantos días.
CXXXIV. No dejó, sin embargo, Micerino de levantar su pirámide, menor que la de su padre, de más de 20 pies. La fábrica es cuadrada, de mármol etiópico hasta su mitad y de tres pletros en cada uno de sus lados. Pretenden algunos griegos equivocadamente que esta pirámide es de la cortesana Ródope, con lo que demuestran, en mi humilde juicio, cuán pocas noticias tienen de esa ramera, pues a tenerlas, no le dieran la gloria de haber erigido una pirámide en cuya fábrica se hubieron de expender los talentos a millares, por decirlo así. Además, Ródope no floreció en el reinado de Micerino, sino en el de Amasis, muchos años después de muertos aquellos reyes que dejaron las pirámides. Esta mujer fue natural de Tracia, sierva de Jadmon de Samos, hijo de Efestopolis, y compañera de esclavitud del fabulista Esopo, quien fue sin duda esclavo de Jadmon, como lo convence el que habiendo los naturales de Delfos, prevenidos por su mismo oráculo, publicado repetidas veces el pregón de que si alguno hubiese que quisiera exigir de ellos la debida satisfacción por la muerte allí dada a Esopo, estaban prontos a pagar la pena; nadie se presentó con tal demanda, sino un cierto Jadmon, nieto de otro del mismo nombre, a cuyo joven se satisfizo en efecto aquel agravio. Lo que declara que Esopo había sido esclavo de Jadmon.
CXXXV. En cuanto a la bella Ródope, pasó al Egipto en compañía de Xantes, natural de Samos; y aunque su destino en aquel viaje había sido enriquecer a su amo con la ganancia que le granjease su belleza, fue puesta en libertad mediante una gran suma de dinero por un hombre de Mitilene, llamado Caraxes, hijo de Escamandrónimo y hermano de la poetisa Safo. Quedóse Ródope libre y suelta en Egipto, donde juntó muchos caudales como linda y graciosa cortesana, grandes, sí, para una mujer de su profesión, pero no tantos que pretendiera con ellos levantar una pirámide. Y si alguno tuviere curiosidad, podrá aun ver por sí mismo la décima parte do las riquezas de Ródope, y por esto concluir que no deben atribuírsele tantas, pues queriendo dejar ella un monumento suyo a la Grecia, dio una ofrenda que nadie jamás había hecho ni aun pensado, y la dedicó en Delfos como memoria particular. Al efecto mandó que la décima parte de sus haberes se empleara en unos asadores de hierro, tantos en número para cuantos sufragase dicha cantidad, destinados a servir en los sacrificios de los bueyes; y en el día se ven aun amontonados detrás del ara que dedicaron los de Quío, frontera al templo de Delfos. Es ya antigua costumbre que sienten en Naucratis su tienda las cortesanas más insignes por su donaire y belleza. Allí moraba de asiento la mujer de quien hablamos, tan hermosa, que ningún griego había que por el nombre siquiera no conociese a la hermosa Ródope; y allí mismo residió después otra llamada Arquídice, decantada por toda la Grecia, mas no tanto que jamás hubiese podido llegar a la fama de la primera. Volviendo a Mitilene Caraxes, libertador de Ródope, como llevo dicho, fue con este motivo amargamente zaherido por Saro en muchas de sus canciones. Pero bastante hemos hablado de Ródope.
CXXXVI. Muerto, en fin, Micerino, sucedióle en el reino, según los sacerdotes, Asiquis, que mandó hacer los propíleos del templo de Vulcano que dan al Levante, y que son en realidad de cuantos hay en el edificio los más bellos y los más grandes con notable exceso, pues aunque los demás propíleos son todos obras llenas de figuras bien esculpidas y presentan infinita variedad de fábricas, en esto sobresalen con gran ventaja los de Asiquis que mencionamos. En este reinado hubo, por escasez de dinero, gran falta de fe pública en el trato y comercio. Para obviar este abuso dicen que entre los egipcios se publicó una ley por la cual se ordenaba que cualquiera que quisiese tomar dinero prestado, hubiera de dar en prenda el cadáver de su mismo padre; y se añadió más todavía: que el que diera un préstamo fuera árbitro absoluto del sepulcro del que lo tomaba; y además, el que empeñase la dicha prenda y no quisiese satisfacer a su acreedor, se impuso la pena de no poder ser enterrado al morir en la tumba de sus mayores u otra alguna, ni dar sepultura a ninguno de los suyos que durante aquel tiempo muriera. Cuentan del mismo rey, que codicioso de superar las glorias de cuantos habían antes reinado en Egipto, dejó su monumento público en una pirámide hecha de ladrillo. Hay en ella una inscripción grabada en mármol que hace hablar a la misma pirámide en estos términos: «No me humilles comparándome a las pirámides de mármol, a las que excedo tanto, como Júpiter a los demás dioses; pues dando en el suelo de la laguna con un chuzo, y recogido el barro a él pegado, con este barro formaban mis ladrillos, y así fue como me construyeron.» Esto es en suma cuanto hizo aquel rey.
CXXXVII. Un ciego de la ciudad de Anisis, llamado también Anisis con el nombre de su patria, sucedió a Asiquis en la corona. En tiempo de este rey, los etíopes, apoderándose del Egipto con un numeroso ejército, a cuyo frente venía su monarca Sabacon, obligaron al rey ciego a refugiarse fugitivo en los pantanos. Cincuenta fueron los años que reinó en Egipto el etíope Sabacon, durante los cuales siguió la conducta de no castigar con pena de muerte a los egipcios reos de algún delito capital; siendo su práctica la de graduar la sentencia por la gravedad del delito, y condenar a los reos a las obras públicas y a levantar el terraplén de la ciudad de donde eran naturales. Lográbase con estos castigos el común beneficio de que las ciudades cuyos terraplenes habían sido construidos la primera vez en tiempo de Sesostris por los prisioneros que abrieron los canales del Egipto, a la segunda entonces en el reinado del etíope se hiciesen más elevados. El suelo de las ciudades de aquel país se levanta mucho generalmente sobre la superficie de la campiña; pero en Bubastis, con singularidad, mejor que en las demás se observa la elevación del terraplén. Hay en esta ciudad un templo dedicado a la diosa Bubastis que merece particular memoria y atención.
CXXXVIII. Templos se hallarán más grandes, más suntuosos que el de Bubastis, pero ninguno de una perspectiva más grata y halagüeña a la vista. La diosa a quien pertenece es la misma Artemis de los griegos. El templo está en un terreno que parece una isla por todos lados menos por su entrada, pues que desde el Nilo corren dos acequias de cien pies de anchura cada una, con su arboleda que les da sombra, las que entrambas por diferente lado van sin juntarse hacia la entrada del templo. Sus pórticos, adornados con figuras de seis codos, obra de mucho primor, tienen diez orgias de elevación. Es de notar que hallándose construido el templo en el centro de la ciudad, se deja ver con todo por cualquier parte se vaya girando; lo que sucede por haberse alzado con el tiempo el piso de la ciudad con un nuevo terraplén, y mantenido el templo en el plano inferior en que desde el principio se edificó, quedando así patente y visible de todas partes. Una cerca esculpida con figuras en toda su extensión, rodea y ciñe el lugar sagrado, y dentro de ella hay un bosque de árboles altísimos, que rodean a su vez el gran templo, de un estadio así de longitud como de anchura, dentro del cual está la estatua de la diosa. Delante de la entrada del templo corre un camino empedrado, de tres estadios de largo y unos cuatro pletros de ancho, con una arboleda alta hasta las nubes que a uno y otro lado se ve plantada. Este camino lleva al templo de Mercurio, y con esto concluimos la digresión.
CXXXIX. Por fin, según cuentan, pudieron verse libres del etíope, gracias a una visión que tuvo en sueños, que le obligó a escaparse a toda prisa: parecíale durmiendo ver un hombre a su lado que le sugería la idea de destrozar y partir por medio a todos los sacerdotes, después de mandarlos juntar en un mismo sitio. Pensó consigo mismo que aquella visión no podía menos de ser una prueba y tentación de los dioses, que con ella le inducían a cometer la mayor impiedad, para que llevase por ello su castigo de parte del cielo o de parte de los hombres, que él se abstendría de cometerla; y puesto que había cumplido el plazo de su imperio en Egipto, que los mismos dioses le habían revelado, se resolvió con gusto a retirarse. En efecto, hallándose aun en Etiopía, los oráculos del país la habían prevenido ser voluntad divina que por espacio de 50 años reinase en Egipto. Con este motivo lo dejó Sabacon de su propia voluntad, viendo cumplido el período destinado, y perturbado con su misma visión.
CXL. Ausentado apenas el etíope, tomó de nuevo el mando el rey ciego, saliendo de sus pantanos, donde vivió cincuenta años refugiado en una isla que había ido levantando y terraplenando con tierra y ceniza, pues que en el largo tiempo de su oculto retiro, al traerle los egipcios a hurto del etíope los víveres necesarios, según lo tenía ordenado a ciertos vasallos fieles, les pedía por favor le llevasen juntamente ceniza para formar sus diques. Esta isla, que tiene el nombre de Elbo, y diez estadios no más por todos lados, no pudo ser hallada por nadie antes de Amintes, ni fue dable a los reyes encontrarla en el largo espacio de 700 años.
CXLI. Después de la muerte del ciego decían que reinó un sacerdote de Vulcano, por nombre Seton. Este rey sacrificador, contra toda sabia política, en nada contaba con la gente de armas de su reino, como si nunca hubiera de necesitarlos; y no contento todavía con los desaires que los hacía de continuo, añadió la injuria de privarlos del goce de ciertas yugadas de tierra que les habían reservado los reyes anteriores, dando doce de ellas a cada soldado. De ahí resultó que, habiendo invadido el Egipto Sanacaribo, rey de los árabes y de los asirios, con un grueso ejército, los guerreros del país no quisieron tomar las armas en defensa de Seton. Viéndose el sacerdote rey en tan apurado trance, entró en el templo de Vulcano, y allí a los pies de su ídolo plañía y lamentaba la desventura que iba ya a descargar sobre su cabeza. En medio de sollozos y suspiros sorprendióle el sueño, según dicen, y mientras dormía se le apareció su dios, quien le animó, asegurándole que si salía a recibir el ejército de los árabes, con sus tropas voluntarias, ningún mal le sucedería; que el mismo dios se encargaba de la defensa, y cuidaría de enviarle socorro. Confiado en su sueño, anímase el sacerdote a juntar un ejército con los egipcios que de buen grado quisieran seguirle, y se atrinchera con ellos en Pelusio, que es la puerta del Egipto. Ni un solo guerrero de profesión se contaba en las tropas que se le juntaron, siendo sus soldados todos mercaderes, artesanos y regatones vendedores. ¡Cosa singular! después que llegaron a Pelusio, sucedió que los ratones agrestes, derramados por el vecino campo de los enemigos, comieron de noche las aljabas, comieron los nervios de los arcos, y finalmente, las mismas correas que servían de asas en los escudos. Venido el día, hállanse desarmados los invasores, entréganse a la fuga y perecen en gran número. Al presente se ve todavía en el templo de Vulcano la estatua de mármol de este rey con un ratón en la mano, y en ella se lee la inscripción siguiente: «Mírame, hombre, y aprende de mí a ser religioso.»
CXLII. A propósito de lo referido, decíanme los egipcios a una con sus sacerdotes, y lo comprobaban con sus monumentos, que contando desde el primer rey hasta el sacerdote de Vulcano, el último que allí reinó, habían pasado en aquel período 341 generaciones de hombres, en cuyo transcurso se habían ido sucediendo en Egipto, otros tantos sumos sacerdotes e igual número de reyes. Contando, pues, 100 años por cada 3 generaciones, las 300 referidas dan la suma de 10.000 años, y las 41 que restan además, componen 11.340. En el espacio de estos 11.340 años decían que ningún Dios hubo en forma humana, añadiendo que ni antes ni después, en cuantos reyes había tenido Egipto, se vio cosa semejante. Contaban, empero, que en el tiempo mencionado, el sol había invertido por cuatro veces su carrera natural, saliendo dos veces desde el punto donde regularmente se pone, y ocultándose otras dos en el lugar de donde nace por lo común, sin que por este desorden del cielo se hubiese alterado cosa alguna en Egipto, así de las que nacen de la tierra, como de las que proceden del río, ni en las enfermedades, ni en las muertes de los habitantes.
CXLIII. Contaré un suceso curioso. Hallándose en Tebas, antes que yo pensara en pasar allá, el historiador Hecateo, empezó a declarar su ascendencia, haciendo derivar su casa de un dios, que era el decimosexto de sus abuelos. Con esta ocasión hicieron con él los sacerdotes de Júpiter Tebeo lo mismo que practicaron después conmigo, aunque no deslindase mi genealogía, pues me entraron en un gran templo y me fueron enseñando tantos colosos de madera cuantos son los sumos sacerdotes que, como expresé, han existido, pues sabido es que cada cual coloca allí su imagen mientras vive. Iban, pues, mis conductores contando y mostrándome por orden las estatuas, diciendo: —«Este ese el hijo del que acabamos de mirar, como puedes verlo, por lo que se parece a su inmediato predecesor;» y de este modo me hicieron reconocer las efigies y recorrerlas de una en una. Algo más hicieron con Hecateo, pues como él se envaneciera de su ascendencia, haciéndose proceder de un dios, su antepasado, le dieron en ojos con la serie y generación de sus sacerdotes, no queriendo sufrirle la suposición de que un hombre pudiera haber nacido de un dios, y dándole cuenta, al deslindarle la sucesión de sus 345 colosos, que cada uno había sido no más un piromis, hijo de otro piromis (esto es, un hombre bueno hijo de otro, pues piromis equivale en griego a bueno y honrado), sin que ninguno de ellos descendiese de padre dios ni de héroe alguno. En fin, concluían que los representados por las estatuas que enseñaban habían sido todos grandes hombres, como decían, pero ninguno que de muy lejos fuera dios.
CXLIV. Verdad es, añadían, que antes de estos hombres, los dioses eran quienes reinaban en Egipto, morando y conversando entre los mortales, y teniendo siempre uno de ellos imperio soberano. El último dios que reinó allí fue Oro, hijo de Osiris, llamado por los griegos Apolo, quien terminó su reino después de haber acabado con el de Tifon. A Osiris le llamamos en griego Dioniso, esto es, el libre.
CXLV. Entre los griegos noto que son tenidos por los dioses más modernos Hércules, Dioniso y Pan; mientras al contrario entre los egipcios es Pan un dios antiquísimo, reputado por uno de los dioses primeros, como los llaman; Hércules por uno de los doce dioses que llaman de segunda clase, y Dioniso por uno de los dioses terceros, que fueron hijos de los doce segundos. Tengo arriba declarados los muchos años que corrieron desde Hércules hasta el rey Amasis, según los egipcios, quienes pretenden fueron más los que transcurrieron desde Pan, pero menos los que pasaron después de Dioniso, aunque entre este y el rey Amasis no mediaron menos de 15.000 años a lo que dicen: y de este cómputo de años, cuya cuenta llevan siempre y notan por escrito, pretenden estar muy ciertos y seguros. Pero en cuanto al Dioniso o Baco griego, que dicen nacido de Sémele hija de Cadmo, desde su nacimiento hasta la presente era median 1.600 años a más largar, y desde Hércules, el hijo de Alcmena, habrá unos 900, y desde Pan al de Penélope, de la cual y de Mercurio creen los griegos nacido este dios, han corrido hasta mi edad 800 años a lo más, menos sin duda de los que se cuentan posteriores a la guerra de Troya.
CXLVI. Siga, empero, cada cual la que más le acomodare de estas dos cronologías pues yo me contento con haber declarado lo que por ambos pueblos se piensa acerca de dichos dioses. Sólo añadiré, que si se da por cosa tan constante y recibida el que los dos dioses cuya edad se controvierte, Dioniso, el hijo de Semele, y Pan el de Penélope, nacieron y vivieron en Grecia hasta la vejez, como lo es esto respecto de Hércules, el hijo de Anfitrión, pudiera decirse con razón en esto caso que Dioniso y Pan, dos hombres como los demás, se alzaron con el nombre de aquellos dos dioses, y así las dificultades quedarían allanadas. Pero se opone el inconveniente de que los griegos pretenden que su Dioniso, apenas malamente nacido, pues Júpiter lo encerró dentro de uno de sus muslos, fue llevado a Nisa, que está en Etiopía, más allá de Egipto: tanto distan de creer que se criara y viviera en Grecia como hombre natural. Mayor es la confusión y enredo respecto de Pan, del cual ni aun los griegos saben decir dónde paró después de nacido. De aquí, en una palabra, se deduce que los griegos no oyeron el nombre de los dos dioses citados sino mucho después de oído el de los demás dioses, y que desde la época en que empezaron a nombrarlos, les forjaron la genealogía. Hasta aquí he hecho hablar a los egipcios.
CXLVII. Voy a referir lo que sucedió en aquel país, según dicen otros pueblos y los naturales asimismo confirman, sin dejar de mezclar en la narración algo de lo que por mí mismo he observado. Viéndose libres e independientes los egipcios después del reinado del mencionado sacerdote de Vulcano, y hallándose sin rey, como si fueran hombres nacidos para servir siempre a algún soberano, dividieron el Egipto en doce partes, nombrando doce reyes a la vez. Enlazados mutuamente desde luego con el vínculo de los casamientos, reinaban éstos, atenidos a ciertos pactos de que no se quitarían el mando unos a otros, que ninguno de ellos pretendería lograr más autoridad y poder que los demás, y que todos conservarían entre sí la mejor amistad y más perfecta armonía. Movióles a convenir en esta mutua igualdad y alianza común, y a procurarla consolidar con toda seguridad y firmeza, un oráculo que les anunció, apenas apoderados del mando, que vendría a ser señor de todo el Egipto aquel de entre ellos que en el templo de Vulcano libase a los dioses en una taza de bronce; aludiendo el oráculo a la costumbre que observaban de sacrificar juntos en todos los templos.
CXLVIII. reinando, pues, con tal unión, acordaron dejar un monumento en nombre común de todos, y con este objeto construyeron el laberinto, algo más allá de la laguna Meris, hacia la ciudad llamada de los Cocodrilos. Quise verlo por mí mismo, y me pareció mayor aun de lo que suele decirse y encarecerse. Me atreveré a decir que cualquiera que recorriese las fortalezas, muros y otras fábricas de los griegos, que hacen alarde de su grandeza, ninguna hallará entre todas que no sea menor e inferior en costa y en trabajo a dicho laberinto. No ignoro cuán magníficos son los templos, el de Éfeso y el de Samos, pero es menester confesar que las pirámides les hacen tanta ventaja que cada una de estas puede compararse con muchas obras juntas de los griegos, aunque sean de las mayores; y con todo, es el laberinto monumento tan grandioso, que excede por sí sólo a las pirámides mismas. Compónese de doce palacios cubiertos, contiguos unos a otros y cercados todos por una pared exterior, con las puertas fronteras entre sí; seis de ellos miran al Norte y seis al Mediodía. Cada uno tiene duplicadas sus piezas, unas subterráneas, otras en el primer piso, levantadas sobre los sótanos, y hay 1.500 de cada especie, que forman entre todas 3.000. De las del primer piso, que anduve recorriendo, hablaré como testigo de vista; a las subterráneas sólo las conozco de oídas, pues que los egipcios a cuyo cargo están, se negaron siempre a enseñármelas, dándome por razón el hallarse abajo los sepulcros de los doce reyes fundadores y dueños del laberinto, y las sepulturas de los cocodrilos sagrados; y de tales estancias por lo mismo sólo hablaré por lo que me refirieron. En las piezas superiores, que cual obra más que humana por mis ojos estuve contemplando, admiraba atónito y confuso sus pasos y salidas entre sí, y las vueltas y rodeos tan varios de aquellas salas, pasando de los salones a las cámaras, de las cámaras a los retretes, de éstos a otras galerías, y después a otras cámaras y salones. El techo de estas piezas y sus paredes cubiertas de relieves y figuras son todas de mármol. Cada uno de los palacios está rodeado de un pórtico sostenido con columnas de mármol blanco perfectamente labrado y unido. Al extremo del laberinto se ve pegada a uno de sus ángulos una pirámide de cuarenta orgias, esculpida de grandes animales, a la cual se va por un camino fabricado bajo de tierra.
CXLIX. Mas aunque sea el laberinto obra tan rica y grandiosa, causa todavía mayor admiración la laguna que llaman Meris, cerca de la cual aquel se edificó. Cuenta la laguna de circunferencia 3.000 estadios, medida que corresponde a 60 schenos, los mismos cabalmente que tienen, de longitud las costas marítimas de Egipto; corre a lo largo de Norte a Mediodía, y tiene 50 orgias de fondo en su mayor profundidad. Por sí misma declara que es obra de manos y artificial. En el centro de ella, a corta diferencia, vense dos pirámides que se elevan sobre la flor del agua 50 orgias, y abajo tienen otras tantas de cimiento, y encima de cada una se ve un coloso de mármol sentado en su trono: aunque ambas pirámides vienen a tener 100 orgias, que forman cabalmente un estadio hexapletro o de 600 pies, contando la orgia a razón de 6 pies o de 4 codos, midiendo el pie por 4 palmos y el codo por 6. Siendo el terreno en toda la comarca tan árido y falto de agua, no puede ésta nacer en la misma laguna, sino que a ella ha sido conducida por un canal derivado del Nilo; y en efecto, pasa desde el río a la laguna durante seis meses, en los cuales la pesca reditúa al fisco 20 minas diarias, y sale de la laguna en los otros seis meses, que producen al mismo fisco un talento de plata cada día.
CL. Más notable es lo que me decían los naturales, que el agua de su laguna, corriendo por un conducto subterráneo tierra adentro hacia Poniente, y pasando cerca del monte que domina a Menfis, iba a desembocar en la sirte de la Libia. No viendo yo en parte alguna amontonada la tierra que debió sacarse al abrir tan gran laguna, movido de curiosidad, y deseoso de saber qué se había hecho de tanto material excavado, pregunté a la gente de los alrededores dónde estaba la infinita arena extraída de aquella hoya. Diéronme a esto satisfacción y respuesta, y de ella quedé persuadido apenas me la indicaron, sabiendo que en Nino, ciudad de los asirios, había sucedido un caso muy semejante al que referían. Allí unos ladrones concibieron el designio de robar los muchos tesoros que Sardanápalo, hijo de Nino, en un erario subterráneo tenía cuidadosamente guardados. Con este objeto, medida la distancia, empiezan desde su casa a cavar una mina hacia el palacio del rey: iban por la noche echando al Tigris, río que atraviesa la ciudad de Nino, la tierra que excavaban de la mina, y de este modo prosiguieron hasta salir al cabo con su intento. Lo mismo oí haber sucedido en la excavaciones de la citada laguna, con la diferencia que se ejecutaba de día la maniobra, sin tener que aguardar a la oscuridad de la noche, y la tierra que iban extrayendo la llevaban al Nilo, el cual, recibiéndola en su corriente, no podía menos de arrastrarla en ella e irla disipando.
CLI. Referido el modo con que se abrió la laguna Meris, volvamos a los doce reyes, quienes, gobernando con suma equidad y entereza, en el tiempo legítimo hacían un sacrificio en el templo de Vulcano. Venido el último día de la solemnidad, y preparándose a hacer las libaciones religiosas, al irles a presentar las copas con que solían hacerlas, el sumo sacerdote, por equivocación, sacó once no más para los doce reyes. Entonces Psamético, el último de la fila real, viendo que le faltaba su copa, echó mano de su casco, lo alargó e hizo con él su libación, medio realmente obvio para salir del lance, pues que todos los reyes solían ir con casco, y los doce, en efecto, lo llevaban en aquel instante. Aparecía claramente que Psamético había alargado su casco sin sombra de engaño o mala fe; pero, sin embargo, los once reyes, atendiendo por una parte a su acción, recordando por otra el oráculo, que les tenía predicho que vendría a ser soberano de todo Egipto aquel de entre ellos que libase con copa de bronce, tomaron seria resolución sobre lo acaecido, y aunque no creyeron justo quitar la vida a Psamético, conociendo por sus palabras que no había obrado en aquello con deliberación o fin particular, acordaron con todo que, casi enteramente privado de su poder, fuese desterrado y confinado en los pantanos, con orden de no salir de ellos ni entrometerse en el gobierno de lo restante del Egipto.
CLII. El desgraciado Psamético, cuyo padre, Neco, había sido muerto por orden del etíope Sabacon, se había ya visto anteriormente precisado a refugiarse en Siria, huyendo de las manos del etíope, hasta que, habiéndose retirado éste amedrentado por su sueño, fue llamado otra vez a Egipto por sus paisanos del distrito de Sais. Y ahora, siendo ya rey, por la inadvertencia de haber convertido en copa su casco, sucedióle la segunda desventura de que sus once colegas en el reino le confinasen en los pantanos del Egipto. Viéndose, pues, inocente, calumniado y oprimido por la violencia de sus compañeros, pensó seriamente en vengarse de sus perseguidores; y para lograr su intento envió a consultar el oráculo de Latona en la ciudad de Butona, al que miran los egipcios como el más verídico. Diósele por contestación que el socorro y venganza deseada le vendrían por el mar, cuando a las costas llegasen unos hombres de bronce; respuesta que le llenó de desconfianza y abatió las alas de su corazón por lo ridículo e imposible de los auxiliares que se le prometían. No pasó mucho tiempo, sin embargo, que ciertos jonios y carios que iban en corso aportasen al Egipto, obligados de la necesidad. Saltaron a tierra armados con su arnés de bronce, y un egipcio que jamás había visto tales armaduras, corre hacia los pantanos, y avisando a Psamético de lo que pasaba, dícele que acababan de venir por mar unos hombres de bronce, que saltando en tierra la robaban y saqueaban. Conociendo Psamético desde luego que iba cumpliéndose la predicción del oráculo, recibió con grandes muestras de amistad a los piratas de Jonia y de caria, y no paró hasta que a fuerza de promesas y del ventajoso partido que les proponía, logró de ellos que se quedasen a su servicio, con cuyo socorro y con el de los egipcios de su bando, salió al cabo vencedor de los once reyes, acabando con todo su poder.
CLIII. Apoderado Psamético de todo el Egipto, levantó en Menfis, dedicándolos a Vulcano, los portales o propíleos que miran al Mediodía, y en frente de ellos fabricó en honor de Apis un palacio rodeado de columnas y lleno de figuras esculpidas, en el cual el dios Apis, cuyo nombre griego es Epafos, se cría y mora, siempre que aparece a los egipcios: las columnas del palacio son otros tantos colosos de doce codos cada uno.
CLIV. En cuanto a los jonios y carios que sirvieron como tropas mercenarias en la conquista, recibieron de Psamético en recompensa de su servicio ciertas propiedades, unas en frente de otras, por medio de las cuales corre el Nilo, y a las que puso el nombre de reales, sin dejar de darles el monarca, no contento con esta recompensa, lo demás que le tenía prometido. Entrególes asimismo ciertos niños egipcios para que cuidasen de instruirlos en la lengua griega, y los que al presente son intérpretes de ella en Egipto descienden de los que entonces la aprendieron. Los campos que los jonios y carios poseyeron largo tiempo, no distan mucho de la costa, y caen un poco más debajo de la ciudad de Bubastis, cerca de la boca Pelusia del Nilo, como la llaman. Andando el tiempo, éstos mismos extranjeros, transplantados de sus campos fueron colocados en Menfis por el rey Amasis, quien en ellos quiso tener un cuerpo de guardias contra los egipcios. Desde el tiempo en que dichas tropas se domiciliaron en Egipto, por medio de su trato y comunicación, nosotros los griegos sabemos con exactitud y puntualidad la historia del país, contando desde Psamético y siguiendo los sucesos posteriores a su reinado. Los jonios o carios fueron los primeros colonos de extranjero idioma que en Egipto se establecieron; y aun en mis días veíase en los lugares desde los cuales fueron trasladados a Menfis las atarazanas de sus naves y las ruinas de sus habitaciones. Ved aquí el modo como Psamético llegó a apoderarse del Egipto.
CLV. Bien me acuerdo de lo mucho que llevo dicho acerca del oráculo egipcio arriba mencionado, pero quiero añadir algo más en su alabanza, pues digno es de ella. Este oráculo egipcio, dedicado a Latona, se halla situado en una gran ciudad vecina a la boca del Nilo que llaman Sebenítica, al navegar río arriba desde el mar, cuya ciudad, según antes expresé, es Butona, y en ella hay así mismo un templo de Apolo y de Diana. El de Latona, asiento del oráculo, además de ser una obra en sí grandiosa, tiene también su propíleo de diez orgias de elevación. Pero de cuanto allí se veía, lo que mayor maravilla me causó fue la capilla o nicho de Latona que hay en dicho templo, formado de una sola piedra, así en su longitud como en su anchura. Sus paredes son todas de una medida y de cuarenta codos cada una; la cubierta de la capilla, que le sirve de techo, la forma otra piedra, cuyo alero sólo tiene cuatro codos. Esta capilla de una pieza, lo repito, es en mi concepto lo más admirable de aquel templo.
CLVI. El segundo lugar merece se le dé por su singularidad la isla llamada de Chemmis, situada en una profunda y espaciosa laguna que está cerca de un templo de la mencionada ciudad de Butona. Los egipcios pretendían que era una isla flotante; mas puedo afirmar que no la vi nadar ni moverse, y quedé atónito al oír que una isla pueda nadar en realidad. Hay en ella un templo magnífico de Apolo, en que se ven tres aras levantadas, y está poblada de muchas palmas y de otros árboles, unos estériles, otros de la clase de los frutales. No dejan los naturales de dar la razón en que se apoyan para creer en esta isla flotante: dicen que Latona, una de las ocho deidades primeras que hubo en Egipto, tenía su morada en Butona, donde al presente reside su oráculo, y en aquella isla no flotante todavía recibió a Apolo, que en depósito se lo entregó la diosa Isis, y allí pudo salvarle escondido, cuando vino a aquel lugar Tifón, que no dejaba guarida sin registrar, para apoderarse de aquel hijo de Osiris. Apolo y Artemis, según los egipcios, fueron hijos de Dioniso y de Isis; y Latona fue el ama que los crió y puso en salvo. En egipcio Apolo se llama Oros. Demeter se dice Isis, y Artemis lleva el nombre de Bubastis; y en esta creencia egipcia y no en otra alguna se fundó Esquilo, hijo de Euforion, para hacer en sus versos a Artemis hija de Demeter, aunque en esto se diferencia de los demás poetas que han existido. Tal es la razón por que los egipcios creen a su isla movediza.
CLVII. De los 59 años que reinó Psamético en Egipto tuvo bloqueada por espacio de 29 a Azoto, gran ciudad de la Siria, que al fin rindió; habiendo sido aquella plaza, entre todas cuantas conozco, la que por más tiempo ha sufrido y resistido al asedio.
CLVIII. Neco sucedió en el reinado a su padre Psamético, y fue el primero en la empresa de abrir el canal, continuado después por el persa Darío, que va desde el Nilo hacia el mar Eritreo, y cuya longitud es de cuatro días de navegación, y tanta su latitud que por él pueden ir a remo dos galeras a la par. El agua del canal se tomó del Nilo, algo más arriba de la ciudad de Bubastis, desde donde va siguiendo por el canal, hasta que desemboca en el mar Eritreo, cerca de Patumo, ciudad de Arabia. Empezóse la excavación en la llanura del Egipto limítrofe de la Arabia, con cuya llanura confina por su parte superior el monte que se extiende cerca de Menfis, en el cual se hallan las canteras ya citadas. Pasando la acequia por el pie de este monte, se dilata a lo largo de Poniente hacia Levante, y al llegar a la quebrada de la cordillera, tuerce hacia el Noto o Mediodía y va a dar en el golfo Arábigo. Para ir del mar boreal o Mediterráneo al Meridional, que es el mismo que llamamos Eritreo, el más breve atajo es el que se toma desde le monte Casio, que divide el Egipto de la Siria y dista del golfo Arábigo 1.000 estadios; ésta es, repito, la senda más corta, pues la del canal es tanto más larga, cuantas son las sinuosidades que este forma. Ciento veinte mil hombres perecieron en el reinado de Neco en la excavación del canal, aunque este rey lo dejó a medio abrir, por haberle detenido un oráculo, diciéndole que se daba prisa para ahorrar fatiga al bárbaro, es decir, extranjero, pues con aquel nombre llaman los egipcios a cuantos no hablan su mismo idioma.
CLIX. Dejando, pues, sin concluir el canal, Neco volvió su atención a las expediciones militares. Mandó construir galeras, de las cuales unas se fabricaron en el Mediterráneo, otras en el golfo Arábigo o Eritreo, cuyos arsenales se ven todavía, sirviéndose de estas armadas según pedía la oportunidad. Con el ejército de tierra venció a los Sirios en la Batalla que les dio en Magdolo, a la cual siguió la toma de Caditis, gran ciudad de Siria; y con motivo de estas victorias consagró al dios Apolo el mismo vestido que llevaba al hacer aquellas proezas, enviándolo por ofrenda a Bránquidas, santuario célebre en el dominio de Mileto. Cumplidos 16 años de reinado, dejó Neco en su muerte el mando a su hijo Psammis.
CLX. El tiempo del rey Psammis, presentáronse en Egipto unos embajadores de los Eleos con la mira de hacer ostentación en aquella corte, y dar noticia de un certamen que decían haber instituido en Olimpia con la mayor equidad y discreción posible, persuadidos de que los egipcios mismos, nación la más hábil y discreta del orbe, no hubieran acertado a discurrir unos juegos mejor arreglados. El rey, después de haberle dado cuenta a los Eleos del motivo que los traía, formó una asamblea de las personas tenidas en el país por las más sabias e inteligentes, quienes oyeron de la boca de los Eleos el orden y prevenciones que debían observarse en su público certamen, y escucharon la propuesta que les hicieron, declarando que el fin de su embajada era conocer si los egipcios serían capaces de inventar y discurrir algo que para el objeto fuera mejor y más adecuado. La asamblea, después de tomar acuerdo, preguntó a los Eleos si admitían en los juegos a sus paisanos a la competencia y pretensión; y habiéndoseles respondido que todo griego así Eleo como forastero, podía salir a la palestra, replicó luego que esto sólo echaba a tierra toda equidad, pues no era absolutamente posible que los jueces Eleos hicieran justicia al forastero en competencia con un paisano; y que si querían unos juegos públicos imparciales y con este fin venían a consultar a los egipcios, les daban el consejo de excluir a todo Eleo de la contienda, y admitir tan solo al forastero. Tal fue el aviso que aquellos sabios dieron a los Eleos.
CLXI. Seis años reinó Psammis solamente, en cuyo tiempo hizo una expedición contra la Etiopía, y después de su pronta muerte le sucedió en el trono su hijo Apries, el cual en su reinado de 25 años pudo con razón ser tenido por el monarca más feliz de cuantos vio el Egipto, si se exceptúa a Psamético, su bisabuelo. Durante la prosperidad llevó las armas contra Sidonia, y dio a los Tirios una batalla naval; pero su destino era que toda su dicha se trocara por fin en desventura, que le acometió con la ocasión siguiente, que me contentaré con apuntar por ahora, reservándome el referirla circunstanciadamente al tratar de la Libia. Habiendo enviado Apríes un ejército contra los de Cirene, quedó gran parte de él perdido y exterminado. Los egipcios echaron al rey la culpa de su desventura, y se levantaron contra él, sospechando que los había expuesto a propósito a tan grave peligro, y enviado sus tropas a la matanza con la dañada política de poder mandar al resto de sus vasallos más despótica y seguramente, una vez destruida la mayor parte de la milicia. Con tales sospechas y resentimiento, se le rebelaron abiertamente, así los que habían vuelto a Egipto de aquella infeliz expedición, como los amigos y deudos de los que habían perecido en la jornada.
CLXII. Avisado Apríes de estos movimientos sediciosos, determinó enviar a Amasis adonde estaban los malcontentos para que, aplacándolos con buenas palabras y razones, les hiciera desistir de la sublevación. Llegado Amasis al campo de los soldados rebeldes, al tiempo que les estaba amonestando que desistieran de lo empezado, uno de ellos, acercándosele por las espaldas, coloca un casco sobre su cabeza, diciendo al mismo tiempo que con él le corona y le proclama por rey de Egipto. No sentó mal a Amasis, al parecer, según se vio por el resultado, aquel casco que le sirvió de corona, pues apenas nombrado rey de Egipto por los sublevados, se preparó luego para marchar contra Apríes. Informado el rey de lo sucedido, envió a uno de los egipcios que a su lado tenía, por nombre Patabermis, hombre de gran autoridad y reputación, con orden expresa de que le trajera vivo a Amasis. Llegó el enviado a vista del rebelde, y declaróle el mandato que traía; pero Amasis hizo de él tal desprecio que hallándose entonces a caballo, levantó un poco el muslo y le saludó grosera e indecorosamente, diciéndole al mismo tiempo que tal era el acatamiento que hacía a Apríes, a quien debía referirlo. Instando, no obstante, Patabermis para que fuese a verse con el soberano, que le llamaba, respondióle que iría, y que en efecto hacía tiempo que disponía su viaje, y que a buen seguro no tendría por qué quejarse Apríes, a quien pensaba visitar en persona y con mucha gente de comitiva. Penetró bien Patabermis el sentido de la respuesta, y viendo al mismo tiempo los preparativos de Amasis para la guerra, regresó con diligencia, queriendo informar cuanto antes al rey del lo que sucedía. Apenas Apríes le ve volver a su presencia sin traer consigo a Amasis montando en cólera y ciego de furor, sin darle lugar a hablar palabra y sin hablar ninguna, manda al instante que se le mutile, cortándole allí mismo orejas y narices. Al ver los demás egipcios que todavía reconocían por rey a Apríes la viva carnicería tan atroz y horriblemente hecha en un personaje del más alto carácter y de la mayor autoridad en el reino, pasaron sin aguardar más partido de los otros y se entregaron al gobierno y obediencia de Amasis.
CLXIII. Con la noticia de esta nueva sublevación, Apríes, que tenía alrededor de su persona hasta 30.000 soldados mercenarios, parte carios y parte jonios, manda tomar las armas a sus cuerpos de guardias, y al frente de ellos marcha contra los egipcios, saliendo del ciudad de Sais, donde tenía su palacio, dignísimo de verse por su magnificencia. Al tiempo que los guardias de Apríes iban contra los egipcios, las tropas de Amasis marchaban contra los guardias extranjeros; y ambos ejércitos, resueltos a probar de cerca sus coraza, hicieron alto en la ciudad de Momenfis; en este lugar nos parece prevenir que la nación egipcia está distribuida en siete clases de personas; la de los sacerdotes, la de guerreros, la de boyeros, la de porqueros, la de mercaderes, la de intérpretes, y la de marineros.
CLXIV. Estos son los gremios de los egipcios, que toman su nombre del oficio que ejercen. De los guerreros parte son llamados Calasiries, parte Hermotibies, y como el Egipto está dividido en nomos o distritos, los guerreros están repartidos por ellos del modo siguiente:
CLXV. A los Hermotibies pertenecen los distritos de Busiris, de Sais, de Chemmis, de Prapremis, la isla que llaman Prosopitis y la mitad de Nato. De estos distritos son naturales los Hermotibies, quienes, cuando su numero es mayor, componen 16 miríadas o 160.000 hombres, todos guerreros de profesión, sin que uno solo aprenda o ejercite arte alguna mecánica.
CLXVI. Los distritos de los Calasiries son el Bubastista, el Tebeo, el Aftita, el Tanita, el Mendesio, el Sebenita, el Atribita, el Farbetita, el Tmuita, el Onofita, el Anisio, y el Miecforita, que está en una isla frontera a la ciudad de Bubastis. Estos distritos de los Calasiries al llegar a lo sumo su población, forman 25 miríadas o 250.000 hombres, a ninguno de los cuales es permitido ejercitar otra profesión que la de la armas, en la que los hijos suceden a los padres.
CLXVII. No me atrevo en verdad a decir si los egipcios adoptaron de los griegos el juicio que forman ente las artes y la milicia, pues veo que tracios, escitas, persas, lidios y, en una palabra, casi todos lo bárbaros, tienen en menor estima a los que profesan algún arte mecánico y a sus hijos, que a los demás ciudadanos, y al contrario reputan por nobles a los que no se ocupan en obras de mano, y mayormente a los que se destinan a la milicia. Este mismo juicio han adoptado todos los griegos, y muy particularmente los lacedemonios, si bien los corintios son los que menos desestiman y desdeñan a los artesanos.
CLXVIII. Los guerreros únicamente, si se exceptúan los sacerdotes, tenían entre los egipcios sus privilegios y gajes particulares, por los cuales disfrutaba cada uno de doce aruras o yugadas de tierra inmunes de todo pecho. La arura es una suerte de campo que tiene por todos lados cien codos egipcios, equivalentes puntualmente a los codos samios. Dichas propiedades, reservadas al cuerpo de los guerreros, pasan de unos a otros, sin que jamás disfrute uno las mismas. Relevábanse cada año mil de los Calaciries y mil de los Hermotibies, para servir de guardias de corps cerca del rey, en cuyo tiempo de servicio, además de sus yugadas, se le daba su ración diaria, consistente en cinco minas de pan cocido, que se daba por peso a cada uno, en dos minas de carne de buey, y en cuatro sextarios de vino. Esta era siempre la ración dada al guardia; pero volvamos al hilo de la narración.
CLXIX. Después que se encontraron en Momenfis, Apríes al frente de los soldados mercenarios, y Amasis al de los guerreros egipcios, dióse allí la batalla en la cual, a pesar de los esfuerzos de valor que hizo la tropa extranjera, su número mucho menor fue superado y oprimido por la multitud de sus enemigos. Vivía Apríes según dicen, completamente persuadido de que ningún hombre y nadie, aun de los mismos dioses, era bastante a derribarle de su trono; tan afianzado y seguro se miraba en le imperio; pero el engañado príncipe vencido allí y hecho prisionero, fue conducido luego a Sais, al palacio antes suyo, y entonces ya del rey Amasis. El vencedor trató por algún tiempo al rey prisionero con tanta humanidad, que le suministraba los alimentos en palacio con toda magnificencia; pero viendo que los egipcios murmuraban por ello, diciendo que no era justo mantener al mayor enemigo, así de ellos como del mismo Amasis, consintió este, por fin, en entregar la persona del depuesto soberano a merced de los vasallos, quiénes le estrangularon y enterraron su cuerpo en la sepultura de sus antepasados, que se ve aun en el templo de Minerva, al entrar a mano izquierda, muy cerca de la misma nave del santuario. Dentro del mismo templo los vecinos de Sais dieron sepultura a todos los reyes que fueron naturales de su distrito; y allí mismo en el atrio del templo está el monumento de Amasis, algo más apartado de la nave que el de Apríes y de sus progenitores, y que consiste en un vasto aposento de mármol, adornado de columnas a modo de troncos de palmas, con otros suntuosos primores: en ella hay dos grande armarios con sus puertas, dentro de los cuales se encierra la urna.
CLXX. En Sais, en el mismo templo de Minerva, a espaldas de su capilla y pegado a su misma pared, se halla el sepulcro de cierto personaje, cuyo nombre no me es permitido pronunciar en esta historia. Dentro de aquel sagrado recinto hay también dos obeliscos de mármol, y junto a ellos una laguna hermoseada alrededor con un pretil de piedra bien labrada, cuya extensión, a mi parecer, es igual a la que tiene la laguna de Delos, que llaman redonda.
CLXXI. En aquella laguna hacen de noche los egipcios ciertas representaciones, a las que llaman misterios de las tristes aventuras de una persona que no quiero nombrar, aunque estoy a fondo enterado de cuanto esto concierne; pero en punto de religión, silencio. Lo mismo digo respecto a la iniciación de Céres o Tesmoforia, según la llaman los griegos, pues en ella deben estar los ojos abiertos y la boca cerrada, menos en lo que no exige secreto religioso: tal es que las hijas de Danao trajesen estos misterios del Egipto, y que de ellas los aprendieron las mujeres pelasgas; que le uso de esta ceremonia se aboliese en el Peloponeso después de arrojados sus antiguos moradores por los dorios, siendo los arcades los únicos que quedaron de la primera raza, los únicos también que conservaron aquella costumbre.
CLXXII. Amasis, de quien es preciso volver a hablar, reino en Egipto después de la muerte violenta de Apríes: era del distrito de Sais y natural de una ciudad llamada Siuf. Los egipcios al principio no hacían caso de su nuevo rey, vilipendiándole abiertamente como hombre antes plebeyo y de familia humilde y oscura; mas él poco a poco, sin usar de violencia con sus vasallos, supo ganarlos por fin con arte y discreción. Entre muchas alhajas preciosas, tenía Amasis una bacía de oro, en la que así él como todos sus convidados solían lavarse los pies: mandóla, pues, hacer pedazos y formar con ellos una estatua de no sé qué dios, la que luego de consagrada coloco en el sitio de la ciudad que le pareció más oportuno a su intento. A vista de una nueva estatua, concurren los egipcios a adorarla con gran fervor, hasta que Amasis, enterado de lo que hacían con ella sus vasallos, los manda llamar y les declara que el nuevo dios había salido de aquel vaso vil de oro en que ellos mismos solían antes vomitar, orinar y lavarse los pies, y era grande sin embargo el respeto y veneración que al presente les merecía una vez consagrado. —«Pues bien, añade, los mismos que con este vaso ha pasado conmigo, antes fui un mero particular y un plebeyo, ahora soy vuestro soberano, y como tal me debéis respeto y honor.» Con tal amonestación y expediente logró de los egipcios que estimasen su persona y considerasen como deber el servirle.
CLXXIII. La conducta particular de este rey y su tenor de vida ordinario era ocuparse con tesón desde muy temprano en el despacho de los negocios de la corona hasta cerca del mediodía; pero desde aquella hora pasaba con su copa lo restante del día bebiendo, zumbando a sus convidados, y holgándose tanto con ellos, que tocaba a veces en bufón con algo de chocarrero. Mal habidos sus amigos con la real truhanería, se resolvieron por fin a dirigirle una reconvención en buenos términos: —«Señor, le dicen, esa llaneza con que os mostráis sobrado humilde y rastrero, no es la que pide el decoro de la majestad, pues lo que corresponde a un real personaje es ir despachando lo que ocurra, sentando magníficamente en un trono majestuoso. Si así lo hicierais, se reconocieran gobernados los egipcios con estima de su soberano, por un hombre grande; y vos lograréis tener con ellos mayor crédito y aplauso, pues lo que hacéis ahora desdice de la suprema majestad.» Pero el rey por su parte les replicó: —«Observo que solo al ir a disparar el arco lo tiran y aprietan los ballesteros, y luego de disparado lo aflojan y sueltan, pues a tenerlo siempre parado y tirante, a la mejor ocasión y en lo más apurado del lance se le rompiera y haría inservible. Semejante es lo que sucede en el hombre que entregado de continuo a más y más afanes, sin respirar ni holgar un rato, en el día menos pensado se halla con la cabeza trastornada, o paralítico por un ataque de apoplejía. Por estos principios, pues, me gobierno, tomando con discreción la fatiga y el descanso.» Así respondió y satisfizo a sus amigos.
CLXXIV. Es fama también que Amasis, siendo particular todavía, como joven amigo de diversiones y convites, y enemigo de toda ocupación seria y provechosa, cuando por entre agotársele el oro no tenía con que entregarse a la crápula entre sus copas y camaradas, solía rondando de noche acudir a la rapacidad y ligereza de sus manos. Sucedía que negando firmemente los robos de que algunos le acusaban, era citado y traído delante de sus oráculos, muchos de los cuales le condenaron como ladrón, al paso que otros le dieron por inocente. Y es notable la conducta que cuando rey observó con dichos oráculos: ninguno de los dioses que le habían absuelto mereció jamás que cuidase de sus templos, que los adornara con ofrenda alguna, ni que en ellos una sola vez sacrificase, pues por tener oráculos tan falsos y mentirosos no se le debía respeto y atención; y por el contrario se esmeró mucho con los oráculos que le habían declarado por ladrón, mirándolos como santuarios de verdaderos dioses, pues tan veraces eran en sus respuestas y declaraciones.
CLXXV. En honor de Minerva edificó Amasis en Sais unos propíleos tan admirables, que así en lo vasto y elevado de la fábrica como en el tamaño de las piedras y calidad de los mármoles, sobrepujó a los demás reyes: además levantó allí mismo unas estatuas agigantadas y unas descomunales androsfinges. Para reparar los demás edificios mandó traer otras piedras de extraordinaria magnitud, acarreadas unas desde la cantera vecina a Menfis y otras de enorme mole traídas desde Elefantina, ciudad distante de Sais veinte días de navegación. Otra cosa hizo también que no me causa menos admiración, o por mejor decir, la aumenta considerablemente. Desde Elefantina hizo trasladar una casa entera de una sola pieza: Tres años se necesitaron para traerla y dos mil conductores encargados de la maniobra, todos pilotos de profesión. Esta casa monolita, es decir, de una piedra, tiene 21 codos de largo, 14 de ancho y ocho de alto por la parte exterior, y por la interior su longitud es de 18 codos y 20 dedos, su anchura de 12 codos y de cinco su altura. Hállase esta pieza en la entrada misma del templo, pues, según dicen, no acabaron de arrastrarla allá dentro, porque el arquitecto, oprimido de tanta fatiga y quebrantado con el largo tiempo empleado en la maniobra prorrumpió allí en gran gemido, como de quien desfallece, lo cual advirtiendo Amasis no consintió la arrastraran más allá del sitio en que se hallaba; aunque no falta quienes pretenden que el motivo de no haber sido llevada hasta dentro del templo fue por haber quedado oprimido bajo la piedra uno de los que la movían con palancas.
CLXXVI. En todos los demás templos de consideración dedicó también Amasis otros grandiosos monumentos dignos de ser vistos. Entre ellos colocó en Menfis, delante del templo de Vulcano, un coloso recostado de 75 pies de largo, y en su misma base hizo erigir a cada lado otros dos colosos de mármol etiópico de 20 pies de altura. Otro de mármol hay en Sais, igualmente grande y tendido boca arriba del mismo modo que el coloso de Menfis mencionado. Amasis fue también el que hizo en Menfis construir un templo a Isis, monumento realmente magnífico y hermoso.
CLXXVII. Es fama que en el reinado de Amasis fue cuando el Egipto, así por el beneficio que sus campos deben al río, como por la abundancia que deben los hombres a sus campos, se vio en el estado más opulento y floreciente en que jamás se hubiese hallado, llegando sus ciudades al número de 20.000, todas habitadas. Amasis es mirado entre los egipcios como el autor de la ley que obligaba a cada uno en particular a que en presencia de su respectivo Nomarca, o prefecto de provincia, declarase cada año su modo de vivir y oficio, so pena de muerte al que no lo declaraba o no lo mostraba justo y legítimo; ley que, adoptándola de los egipcios, impuso Solón ateniense a sus ciudadanos, y que siendo en sí muy loable y justificada es mantenida por aquel pueblo en todo su vigor.
CLXXVIII. Como sincero amigo de los griegos no se contentó Amasis con hacer muchas mercedes a algunos individuos de esta nación, sino que concedió a todos los que quisieran pasar al Egipto la ciudad de Naucratis para que fijasen el ella si su establecimiento, y a los que rehusaran asentar allí su morada les señaló el lugar donde levantaran a sus dioses aras y templos, de los cuales el que llaman el Helénico es sin disputa el más famoso, grande y frecuentado. Las ciudades que, cada cual por su parte, concurrieron a la fábrica de este monumento fueron: entre las jonias, las de Quío, la de Teo, la de Focea y las de Clazomene; entre las dóricas, las de Rodas, Cnido, Halicarnaso y Faselida, y entre las Eolias únicamente la de Mitilene. Estas ciudades, a las cuales pertenece el helénico, son las que nombran los presidentes de aquel emporio, o directores de su comercio, pues las demás que pretenden tener parte en el templo solicitan un derecho que de ningún modo les compete. Otras ciudades erigieron allí mismo templos particulares, uno a Júpiter los eginetas, otro a Juno los samios, y los Milesios uno a Apolo.
CLXXIX. La ciudad de Naucratis era la única antiguamente que gozaba del privilegio de emporio, careciendo todas las demás de Egipto de tal derecho; y esto en tal grado, que al que aportase a cualquiera de las embocaduras del Nilo que no fuera la Canóbica, se le exigía el juramento de que no había sido su ánimo arribar allá, y se le precisaba luego a pasar en su misma nave la boca Canóbica; y si los vientos contrarios le impedían navegar hacia ella, érale absolutamente forzoso rodear la Delta con las barcas del río, trasladando en ellas la carga hasta llegar a Naucratis: Tan privilegiado era el emporio de esta ciudad.
CLXXX. Habiendo abrasado un incendio casual el antiguo templo en que Delfos existía, alquilaron los anfictiones por 300 talentos a algunos asentistas la fábrica del que allí se ve en la actualidad. Los vecinos de Delfos, obligados a contribuir con la cuarta parte de la suma fijada, iban girando por varias ciudades a fin de recoger limosna para la nueva fábrica; y no fue ciertamente del Egipto de donde menos alcanzaron, habiéndoles dado Amasis 1.000 talentos de lumbre y 20 minas los griegos allí establecidos.
CLXXXI. Formó Amasis su tratado de amistad y alianza mutua con los de Cirene, de entre los cuales no se desdeñó de tomar una esposa, ya fuera por antojo o pasión de tener por mujer a una Griega, ya por dar a estos una nueva prueba de su afecto y unión. La mujer con quien casó se llamaba Ladice, y era, según unos, hija de Cato; según otros, de Arcesilao, y según algunos, en fin, lo era de Cristóbulo, hombre de gran autoridad y reputación en Cirene. Cuéntase que Amasis, durmiendo con su Griega jamás podía llegar a conocerla, siendo por otra parte muy capaz de conocer a las otras mujeres. Y viendo que siempre sucedía la mismo, habló a su esposa de esta suerte: —Mujer: ¿qué has hecho conmigo? ¿qué hechizos me has dado? Perezca yo, si ninguno de tus artificios te libra del mayor castigo que jamás se dio a una mujer alguna.» Negaba Ladice; mas por eso no se aplacaba Amasis. Entonces ella va al templo de Venus, y hace allí un voto prometiendo enviar a Cirene una estatua de la diosa, con tal que Amasis la pudiera conocer aquella misma noche, único remedio de su desventura. Hecho este voto, pudo conocerla el rey, y continuó lo mismo en adelante, amándola desde entonces con particular cariño. Agradecida Ladice, envió a Cirene, en cumplimiento de su voto, la estatua prometida, que se conserva allá todavía vuelta la cara hacia afuera de la ciudad. Cuando Cambises se apoderó después del Egipto, al oír del misma Ladice quien era, la remitió a Cirene sin permitir se la hiciere el menor agravio en su honor.
Libro II: Está dedicado en su totalidad a Egipto: Cambises, descripción de la geografía y etnografía de Egipto, Historia del país.
Heródoto - Wikipedia, la enciclopedia libre
Heródoto de Halicarnaso (en griego Ἡρόδοτος Ἁλικαρνᾱσσεύς) fue un historiador y geógrafo griego que vivió entre el 484 y el 425 a. C. .Obra - División de la obra - Lengua y estilo - Escritos
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